Te regalo mi memoria (I). Isabel García Martínez


A la memoria de mi bisabuela Gregoria, de mi abuela Pilar y,
A mi madre Isabel.








La compasión y el perdón no son patrimonio de un determinado bando, ni de unas determinadas siglas o partido político, sino valores individuales que, cuando son practicados, dan honra y honor a quienes lo ejercen.



¡NOS TENEMOS QUE IR!

En un día de octubre de 1936, mi abuelo había salido del ayuntamiento, en donde trabajaba como alguacil, mucho antes de lo esperado.  Nada más entrar en la casa, con urgencia en la voz, comenzó a dar instrucciones a la familia pues, nada más comer, deberían viajar hacia la ciudad alicantina de Villena, a unos 300 Km de distancia del pueblo toledano en que vivían, y lugar natal de mi abuela Pilar.
 Con nerviosismo, el abuelo Manuel contaba que el avance de los sublevados sobre Madrid obligaba al gobierno de la República a instalarse en Valencia; y que para garantizar la seguridad y esquivar los zarpazos de la Guerra Civil, el gobierno recomendaba la evacuación al Levante de España de la población civil. Muy pronto, el pueblo, en el apacible corazón de la Sagra, se convertiría en frente de una guerra fratricida.
Terminaron de comer, intentando disimular cierta crispación, y mi madre, como solía hacer, se remangaba dispuesta a fregar los platos. 
Pero la contundente voz del abuelo ordenaba a todos, con insistencia, no demorarse y partir inmediatamente.  Mi madre Isabel, corrió en busca de su más valiosa posesión a sus 9 años de vida, su muñeca de trapo, pues deseaba hacerle partícipe de la alegría que la invadía porque esa tarde se libraría de fregar los platos después de comer, algo inusitado en una casa donde la limpieza y el orden tenían prioridad.
La madre de Pilar, Gregoria, también viajaría con ellos, pues eran tiempos en que los padres ya viejos, convivían con hijos y nietos en el hogar familiar.
Ya partía toda la familia, mi bisabuela Gregoria, mi abuelo Manuel, la abuela Pilar, mi tío Luciano, y mi madre, la pequeña Isabel, que no comprendía nada de todo este revuelo y se aferraba con una mano a la de la abuela Gregoria y la otra, bien asida a su querida muñeca.  
 Faltaba el hijo mayor, Cesáreo, que se lo llevó un hermano del abuelo Manuel a Ceuta. Este hermano del abuelo, al no haber tenido hijos, sentía predilección por el primogénito de la familia y deseaba que fuese militar como él. Dudo que esta decisión fuese compartida por mis abuelos, pero supongo que debieron aceptar, ante la testarudez del muchacho, anhelante de vivir emocionantes aventuras y romper con la rutina del pueblo. El abuelo no podía intuir entonces que su hermano y su hijo acabarían apoyando el golpe militar contra el Gobierno.
Una vez en Villena, les acomodaron en una casa cuartel. Al abuelo le dieron trabajo en una cooperativa de alimentación, por lo que no pasaron necesidades durante los cuatro años que duró el conflicto.

DOÑA ROSITA Y LA ESCUELA DE VILLENA

Mi madre, ya con 93 años, rememora con admiración a su querida maestra, presumiendo de no haber olvidado su nombre: Doña Rosa Cortezón Ibáñez. Que sorpresa cuando vio entrar, por vez primera, a esa joven maestra de 26 años.  Menciona que la fascinó su buen gusto en el vestir, ¡muy diferente a como se vestía en el pueblo!, de voz afable y cariñosa, de modales refinados, aficionada a tocar el piano… descripción que suele terminar diciendo, con ojos húmedos: “¡Cómo me quería doña Rosita!”.
 Como otros muchos, al finalizar la guerra, esta maestra sería encarcelada en la Prisión Provincial de Mujeres de Barcelona. 
Investigando en Internet, descubro que Doña Rosita sería puesta en libertad condicional en enero de 1946.
 
Mi madre me cuenta que, una tarde, la maestra la llamó a solas y, con voz baja, le confió una insólita misión: ¡Isabelita, corre a mi casa y dile a mi padre que descuelgue y esconda los cuadros de los socialistas que hay en el salón! Mi madre, a pesar de su corta edad, intuía la importancia del asunto, poniendo todas sus esperanzas en no fallar. Corrió todo lo aprisa que pudo y cuando llegó a la casa, con la voz extenuada por la carrera, dio el mensaje a la mujer que abrió la puerta, que resultó ser la abuela de la maestra, a la que mi madre conocía, pues acudía cada día a la escuela para llevar un bocadillo a su nieta Rosita. Al ver la fatiga de la niña la invitaron a pasar y a sentarse; los ojos de mi madre Isabel escudriñaban con fascinación los muchos cuadros que cubrían las paredes del gran salón. No sólo había retratos, también paisajes, bodegones, etc. todos óleos. Era la primera vez que mi madre descubría una obra de arte, fue un gran hallazgo. Tanto la impresionó, que el dibujo y la pintura se convertirían en una de sus aficiones; afición heredada más tarde por hijos y nietos.  A ella también le gustaría plasmar la luz de un amanecer, el cielo tormentoso, el vuelo de un ave, …  anonadada en la contemplación, se preguntaba ¿Sería yo capaz de pintar así? Después de haber recorrido con su ávida mirada, uno a uno, todos los cuadros, recordó satisfecha que la misión había sido cumplida y, al mismo tiempo, no dejaba de preguntarse, ¿Qué peligro entrañarían para nadie estos retratos?
El tiempo pasaba feliz para Isabelita, pues descubriría nuevas aficiones, como el dibujo y las manualidades. Me cuenta, sin poder disimular su satisfacción, que alguno de sus trabajos se presentó en una exposición de Alicante.
Trabó gran amistad con algunas compañeras de la escuela, cuyos nombres y apellidos siguen viviendo en su memoria. También descubrió por vez primera las piscinas, en uno de los campamentos de verano que la escuela organizaba. ¡Que placer jugar y salpicarse en el agua! Tendría que aprender a nadar, -se decía- ¡Para Isabelita, cada día escondía algo nuevo!
Como cualquier niño, mi madre pasaba los días ignorante de las noticias de la guerra, ajena a las bombas, a la destrucción y a la muerte.

HERMANO CONTRA HERMANO

La guerra avanzaba y había que llamar a filas también a los hombres de más edad; el abuelo, de edad avanzada para la milicia, fue requerido en la que llamaron, con ironía, “Quinta del Biberón”.
 ¿Pero cómo iba el abuelo Manuel a luchar contra hombres entre los que podrían encontrase su hermano y su hijo mayor? Y no encontraba respuestas al preguntarse cuándo terminaría este enloquecimiento general, que creaba dos españas, enfrentando a hermano contra hermano y a hijos contra padres. 
El abuelo Manuel desconocía qué circunstancias habrían llevado a su hermano e hijo a posicionarse en el bando rebelde, porque se sabía que muchos hombres no luchaban en un bando u otro por convicción o ideales políticos sino “donde les tocó” -dicen muchos-.
Manuel, lo único que quería es que se terminaran los bandos de una vez, que finalizara la guerra y abrazar a los de su sangre, a los que tanto quería.
 Además de la partida del padre, ahora la familia sufriría otro triste suceso, el fallecimiento de Gregoria, la afectuosa abuela, que gustaba de subir, sola o con su nieta Isabelita, hasta el cerro sobre el que se erguía el Castillo de Villena; allí a lo alto, más cerca del cielo, suplicaba a Dios el final de la guerra.

1939:  REGRESO AL PUEBLO

Cuando terminó la guerra en 1939, mi abuelo respiró aliviado. Había orden de las nuevas autoridades para que todos los evacuados, rojos, vencidos… -que de muchas formas eran llamados- regresaran a sus lugares de procedencia. 
Manuel partía confiado en que, con el fin de las hostilidades, la normalidad y el orden serían restablecidos inmediatamente, ignorante de que ahora es cuando empezaría el viaje más duro.
Cuando la familia entró al pueblo, vieron que la casa de mi abuelo y la del hermano de mi abuela, que estaban una al lado de la otra, habían sido desvalijadas por completo, y las habitaciones y corrales convertidos en establos para ovejas y cerdos. También poseían unas fincas con olivos, de sus abuelos, cuyos árboles milenarios habían desaparecido. ¡Que tristeza, perder la herencia de los antepasados!
Se habían quedado sin casa. Menos mal, que tenían algún dinero ahorrado que les sirvió para pagar a unos parientes los gastos que ocasionaría el ser acogidos en su casa. 
  Se acabó ya la escuela para mi madre, los alegres juegos infantiles, los campamentos de verano, las naranjas y el arroz, la música de Manuel de Falla, y lo peor, ya no podría estar con su querida maestra, ni deleitarse oyéndola tocar el piano. ¡Con la importancia que daba el abuelo a la educación, nacido en la universitaria Alcalá de Henares!  Pero él ahora había perdido el control sobre su familia. 
Mi abuelo, al entrar al pueblo, debía presentarse en el Cuartel de la Guardia Civil, y esposa e hijos, que no tenían donde quedarse, le acompañaron. La voz se entrecorta y las lágrimas se escapan de los grandes ojos de mi madre cuando intenta describir la paliza que le dieron a mi abuelo nada más entrar al cuartel de la Guardia Civil. Fue la contestación a su saludo de buenos días. Jamás se borraría de la memoria de mi madre, el pañuelo ensangrentado en la mano de mi abuelo.  Nadie entendía nada, ¿Pero no había ya terminado la guerra? ¿A qué venía ahora esta violencia incomprensible? 
Mi abuelo quedó encerrado en el calabozo y más tarde le llevaron a un “lugar espantoso”, según cuenta mi madre, abarrotado de hombres que eran allí conducidos según iban entrando al pueblo. Vuelve a quebrarse la voz de mi madre, cuando intenta describir el fuerte empujón que dieron a su padre para meterle en el “lugar espantoso”; pero dice aliviada, que la sala estaba tan llena de hombres de pie, tan apretados unos a otros, que era imposible que su padre cayera al suelo y fue sostenido por un grupo de ellos.

(CONTINUARÁ)


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