Desenterrando la memoria histórica de las abuelas

Desenterrando la memoria histórica de las abuelas

Vicenta pasaba las noches en vela confeccionando ramos de flores de papel que vendía para conseguir aceite, judías y pan para sobrevivir. Su bisnieta recupera hoy su historia.


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María (primera por la izquierda) y Vicenta (primera por la derecha) con las flores de papel que hacían para sobrevivir.

Al día siguiente papá ya no volvería de la fábrica. Ni al otro. Ni al otro. Mamá recibió la noticia de que había sido apresado de camino al trabajo, mientras recortaba los primeros trozos de fieltros para empezar a hacer flores de papel.
 —¿Y qué vamos a hacer? ¿Y qué vamos a hacer? — preguntaba al viento.
En la misma postura estaba cuando le comunicaron que había enfermado de tuberculosis. Mientras Rafael, con apenas tres años, lloraba y lloraba, mamá me miraba y volvía a preguntar:
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Y qué vamos a hacer?
Recuerdo que fui a ver a papá entre rejas en dos ocasiones. La segunda vez que caminábamos hacia la prisión, ya bajando por la esquina con la calle Embajadores, a lo lejos distinguimos una figura enclenque, desaliñada y abatida, acompañada de otra que le conducía como podía. Era mi padre, que ya en libertad, se acercaba hacia nosotros con un mono de trabajo caído y rajado, acompañado por mi tío Pepe.
—Pero bueno, ¿no te has podido quitar esto? —le saludó mamá, mientras apretaba las manos para no abrazarle con fuerza en público.
 —No teníamos tiempo, había que salir rápido —le respondía mi tío, quien había conseguido liberarle por causas humanitarias.
Los siguientes pasos nos condujeron hasta el hospital. La siguiente batalla para librar era contra la tuberculosis. La cárcel fue el peor traje mugriento con el que mi padre pudo vestirse. Y, finalmente no consiguió salir airoso. Una mañana de 1937 mamá acudía al hospital para presentarle a su nueva hija, Carmen. Él la miraba desde la cama sin apenas ya poder alzar los brazos. Esa sería la última vez que mamá y papá cruzaran sus miradas. Mi padre abandonaba este mundo sin la posibilidad de abrazar a su tercera hija. Mi madre, sin tiempo apenas para el duelo, nos trasladó a la casa de mis abuelos —sita en la madrileña calle Ercilla— y se aferró fuerte a las riendas del hogar mientras lloraba a escondidas.”
Fragmento de Nietas de la memoria

Mi abuela María cuenta así la historia de su madre, Vicenta. Vicenta sacó adelante ella sola a tres criaturas durante la guerra y la posguerra, en un Madrid mutilado y masacrado, esquivando bombas y grandes camiones remolque que recogían a niños y niñas para conducirlos al exilio de València.
Ella se resistió a entregar a sus pequeños, que crecieron pegados a la subsistencia que les facilitaba la venta ilegal de flores de papel junto a cementerios. Vicenta pasaba las noches en vela confeccionando nutridos ramos que se convertían en aceite, judías y pan para sobrevivir. Su marido, sindicalista de CNT, fue apresado y encerrado en una cárcel que acabó con su vida en forma de tuberculosis. Nanas de una cebolla anónima que hoy salen a la luz en boca de mujeres que fueron la parte silenciada de la contienda.
Diez periodistas feministas nos hemos juntado para escribir Nietas de la memoria (Bala Perdida, 2020) y recuperar la memoria histórica de nuestras abuelas, mujeres anónimas que, ante la adversidad, enterraron muertos, tragaron lágrimas y gestionaron sus respectivos hogares en una trágica España. Mujeres que se cobijaban en los túneles de metro para sobrevivir durante los bombardeos del ejército golpista, como Juana.
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Cristina con sus compañeras de trabajo, con los trajes que ellas mismas se hicieron con la tela de moda.

Juana, una burgalesa que pasó sus primeros días en un hospicio y que acabó en Madrid de la mano de su marido, quien se fue al frente republicano dejándola con cuatro hijos y una angustia vital. Sabía que no le volvería a ver y su intuición no fallaba. Fue asesinado en la batalla mientras ella, que no sintió nunca el calor materno, se veía empujada a resguardar a sus hijos en un camión que les condujo lejos. A todos, menos al pequeño Fausto y a la criatura que aún llevaba en su vientre. “No creo haber sido nunca una mujer temerosa, más bien precavida. He pasado suficiente dolor durante años como para saber reconocer la sensación destructora de esa angustia que si comienza no tiene fin, y prevenirme ante ella (…) Pero nunca he dejado que el miedo me devorara”, relata Juana con la pluma de la periodista Carolina Pecharromán de la Cruz, autora de este relato.
En un Madrid gris de penurias y recato sobrevivía Cristina, con un hambre presente a todas las horas del día durante 10 años de supervivencia e ingenio gastronómico. “Ahora que están tan de moda en canales de televisión y revistas los cocineros y sus creaciones, creo que las verdaderas artistas de los fogones eran nuestras madres. La mía colocaba en una cazuela los chicharros o las sardinas con un poco de agua, cebolla, una hoja de laurel y unas gotas de aceite porque no teníamos suficiente para freírlos, ya que la cartilla de racionamiento solo incluía un octavo de litro por persona a la semana”, explica en su relato Cristina Prieto, hija de la protagonista y otra de las periodistas que participan en el libro. Cristina madre, que vio su enseñanza atada a un colegio de monjas que les hacía pedir limosna de casa en casa, visitó una vez a la mismísima Pilar Primo de Rivera, fundadora de la Sección Femenina, que insuflaba en su escuela dinero e ideales de sumisión al hombre.

REPRESIÓN EN LA ESPAÑA RURAL

Al mismo tiempo, en la España rural las mujeres trabajaban en duras jornadas de labranza en el campo y de cuidados en las casas, mientras batallaban con los silencios y las miradas de pueblos pequeños que clasificaban a las familias en diferentes sacos en función de las sospechas. Ser rojo era sinónimo de condena y ser la mujer del rojo o la hija del rojo era equivalente a condena también. Así, Angelines, que paseaba su niñez por las calles de Villademor de la Vega, en León, veía como su padre, de UGT, escondía a socialistas en casa y su madre se deshacía en miedos ante las sospechas de un pueblo vigilante. Esta leonesa trabajaba, desde muy corta edad, en las labores del hogar o recogiendo moñigas de vacas que contenían semillas.
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Angelines en la escuela.
 “Cuando iba al colegio, a la salida tocaba trabajar. Íbamos a cardos, a gargantillas, a mielgas, a amapolas para dar a los conejos y los cerdos. (…) También íbamos a entresacar patatas. Cuando los ricos ya las habían recogido en sus campos, tanto las tempranas en mayo como las tardías en agosto, los niños y niñas pobres hacíamos rebusco en la tierra para encontrar los pocos tubérculos que se podían haber quedado”, recuerda de la mano de Marian Álvarez Macías, su hija y creadora de este relato. A los doce años, Angelines ya trabajaba sirviendo en casas de ricos y cuidando a sus hijos e hijas.
Mientras, en la dura estepa extremeña, desde Villafranca de los Barros, Coronada, con tan solo ocho años, tenía que salir huyendo del pueblo acompañada de toda su familia ante la embestida de las tropas franquistas. Era julio de 1936 y huían sin saber muy bien por qué, pero huían ante un tumulto de vecinos y vecinas, todos preparando sus aperos para emprender el camino hacia la nada. Coronada se situaba en la encrucijada de la historia; era Badajoz una provincia que resistía al paso de las tropas franquistas en su camino hacia Madrid y donde la población fue duramente masacrada. La violencia se cebaba también con las mujeres, algo de lo que poco se habla, pero de lo que da testimonio Isa Gaspar Calero, la nieta de Coronada, quien firma este relato.
“Era habitual que los soldados entrasen en las casas y violasen a las mujeres, alguna vez mi propio padre tuvo que espantar a más de uno. (…) Un padecimiento que no acababa con el acto en sí, pues ser violada era un estigma que las acompañaba siempre. Las violadas eran violadas para toda la vida. Hubo muchos niños sin padre, se les conocía como niños de la guerra. Las que tenían suerte se casaban, pero era a las más pobres a las que dejaban atrás con los hijos”, cuenta. 
Desde Zamora, Concha San Francisco Rodríguez recupera la historia de su abuela Juliana, quien se arremangaba para hacer chocolate desde muy temprana edad en el negocio familiar de Casaseca de las Chanas. Su familia, los chocolateros, republicanos y laicos, se tiñó de luto cuando su hermano Baltasar fue fusilado en la tapia del cementerio. Juliana, áspera, austera y práctica, vivió pasajes dolorosos como mujer, muy unidos a la sexualidad y a los burdos métodos anticonceptivos antaño utilizados. “Uno de los más extendidos en ese tiempo era la pluma de ave o la rama de perejil, que se introducían en la vagina. Pero yo sabía de su toxicidad, así que optaba por las irrigaciones de agua con vinagre caliente, hirviendo más bien; tanto, que una de las veces me quemé la matriz y tuvieron que extirpármela”, relata. También con la muerte de su hermana tras dar a luz. “Muchas mujeres entonces morían sobre todo de fiebres puerperales, infecciones de las que no lograban recuperarse, en unas condiciones de higiene a veces penosas y agravadas por la conocida cuarentena tras el parto, durante la cual las parturientas no podían lavarse. Mi hermana murió del parto, algo muy común en aquel tiempo”, explica.

EXILIO Y CÁRCELES DE MUJERES

En una relación puramente epistolar, las hermanas Primitiva y Benita fueron siguiendo su paradero hasta que su nexo de conexión se perdió al estallar la guerra y un exilio forzado llevó a Primitiva más allá de los Pirineos. La periodista Noemí San Juan Martínez recompone este relato con los pedazos de noticias que ambas iban recibiendo la una de la otra.
Todo comenzó cuando Benita, de Vera de Moncayo (Zaragoza), escribe a su hermana, que está en Bilbao, para pedirle un favor: quieren llevar con ella a su hija Lola, enferma, por recomendación médica. Pero el estallido de la guerra se entrecruzó en esta tarea y Benita pronto dejó de tener noticias de Primitiva y de Lola que, en su huida desde un Bilbao bombardeado, llegaron hasta Francia, donde compartieron aventura y desventura con cientos de refugiados y refugiadas españoles.
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A la izquierda Primitiva junto a su sobrina Lola en Camprodón, junto a otras refugiadas de la guerra.
De las altas penas que hizo pagar el bando golpista a las mujeres habla el relato de María Grijelmo García. Su protagonista, María, que regentaba junto a su marido la pensión-taberna ‘Ambos Mundos’ de Burgos, se vio acusada de urdir un complot contra el bando nacional, una trama política de la que poco entendía, más allá de haber albergado alguna tertulia en el colmado.  Y su fortuna fue a parar a la cárcel de mujeres de Pamplona, donde frío, humillación y sinsentido se entremezclan.
“Dejé de pensar en mí misma y comencé a observar al resto de mujeres y niños, todos presos de la misma fortuna. Me fijé en las otras mujeres, de todas las edades, casi todas zarrapastrosas, con las ropas sucias y medio rotas. Todas calvas como yo. Algunas con mejor tono de piel que otras. Unas pocas muy enfermas. Otras solo despojadas de sí mismas, mirando sin ver”, describe María.
Y de la servidumbre como trabajo principal de las mujeres habla el relato de Isabel Donet Sánchez, cuya abuela Isabel llegó a servir al mismísimo rey de España, Alfonso XIII. Formó parte del personal del palacio de Benisuera (València) y tuvo una vida de trabajo duro desde la más tierna infancia. “No había cumplido los doce años y me llevaron a Valencia para ser niñera. Lo sería del señorito Enrique. Aprendí a solas a deletrear, a leer y a escribir. De las cocineras fui alumna aventajada, me esforcé con la aguja y el dedal, lo suficiente para zurcir hasta las amarguras. Siendo como era una simple sirvienta me sentía afortunada, con solo acordarme de mi hermano, al que apenas llegué a conocer, y que murió siendo un zagal en las Minas de Ojos Negros en Sierra Menera”, explica.
En este recorrido por la historia de mujeres reales también hay hueco para los silencios, porque algunas familias se resquebrajaron por los avatares de una contienda que hizo mella en los destinos de muchas. Así pesan los silencios que se viven en la casa de Carme Freixa Zurita, donde la historia es un misterio, ocultado por las mentiras y las ausencias. Esta catalana no conoce a su abuela, apenas sabe nada de sus antepasados y toca desenterrar aún con más ganas para recuperar la memoria.
Estas mujeres, que componen un retrato coral de una España negra, que recorren ciudades y pueblos, que faenan entre tempestades, tendrán el sitio que la historia, escrita por hombres, les ha robado. Sus nietas aspiran a que sus vivencias suenen, resuenen y se conviertan en eternas, como las flores de papel con las que Vicenta sacó adelante a toda su familia.
SOBRE LA AUTORA
Sara Plaza Casares es periodista, integrante del Colectivo Editor de El Salto y una de las autoras de Nietas de la memoria (Bala perdida, 2020), el libro en el que diez periodistas feministas se juntan en un proyecto de recuperación de la memoria histórica de sus abuelas, mujeres anónimas que, ante la adversidad, enterraron muertos, tragaron lágrimas y gestionaron sus hogares en una trágica España. Si quieres saber más visita www.nietasdelamemoria.com


CONTESTA:

  1. ¿De qué  mujeres se habla en este artículo? ¿Qué caso te ha llamado más la atención?
  2. ¿Por qué estas historias han sido silenciadas tantos años?
  3. ¿Tu abuela o las abuelas de tus padres han pasado por alguna historia similar? ¡Cuéntanosla!

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